viernes, 22 de noviembre de 2013

¡Tráela!


­Era una de esas ocasiones en las que sólo eres consciente de tus errores cuando el mundo que dejas a tu espalda deja de existir. Cuando las miradas cálidas y cómplices, la sincronía infinita, el átomo perfecto, implosionan en silencio, dejando una líquida nuca como inerte carcasa.

Me negué a dirigir la vista a la fatídica escena que se revelaba ante mí, consciente como era de que su densa gravedad trataba incansable de devorar cualquier indicio de esperanza, con la eficacia que sólo los tejidos oníricos te permiten alcanzar. Y me grité. ¿Qué otra cosa podía hacerme? Me grité desgañitadamente en una sala en la que sólo yo me escuchaba, en apariencia impertérrito, desde el otro lado. A medida que mi voz comenzó a resultar atronadora, las paredes y el techo, empáticos con mi desesperado reclamo, se estrecharon tratando de reflejar el sonido más rápidamente. La intimidad que nos rodeaba sucumbió con la paulatina y discreta aparición de anónimas siluetas que, impasibles, dirigían su mirada gélida hacia el cada vez más próximo extremo opuesto de la sala, donde yo parecía empeñado en fingir que no me estaba escuchando.

Llegado el punto en que el clamor se hizo casi insoportable, hice un gesto con el hombro con una cínica pose de indiferente concesión, señalando una puerta a mi derecha. De aquel hueco surgió un recuerdo de incontestable belleza y maquiavélica similitud con mi mitad perdida. Trató de atraerme y transportarme con explícito deseo, pero su mueca resultaba grotesca, y el hecho de que existiese un reflejo en el plano real ridículamente obvio. Me quedé observando mientras desaparecía, sin perderme de vista, y con una absurda expresión que parecía denotar confianza ciega en que seguiría sus pasos. Ella no tenía la culpa de estar allí. Pero alguien era culpable de haberla traído. Cuando desapareció por completo me volví hacia mí, conectado con las mismísimas entrañas de la tierra, para desparramar con volcánica furia los más cavernosos y lacerantes aullidos jamás emitidos por ser alguno.

Sonó una metálica bocina que me hizo levantarme y abrir los ojos en un lugar de largo menos prometedor y más despiadado.  No estaba dispuesto a darme por vencido, con que ignoré la bocina y cerré los ojos con letal decisión.

De inmediato volví a encontrarme con aquella sala de imparciales testigos, conmigo disertando monótonamente en el extremo opuesto. Con inabarcable arrojo hice acopio de todos los elementos que podía controlar y los moldeé para dispararlos en forma de vocablo inteligible contra mi contraparte, arquitecto y director de aquella burla:

 -       -      ¡¡¡¡TRÁELAAAA!!!!

Se hizo por un momento un silencio en el que todos, presentes y no presentes, se volvieron hacia mi combativo yo, expectantes. En esta ocasión descompuse mi fachada indiferente para dirigirme una mirada de colérico odio, desquiciado como estaba por el boicot continuado al que estaba sometiendo el plan. Pero, esta vez sí, me concedí mi petición. Más o menos.

Allí estaba ella, al fin,  pero unos 10 años más joven de lo que debiera. Pequeña, esmirriada, de nariz desproporcionada, cuidadosamente cubierta de acné y con unos preciosos ojos que delataban que te hallabas frente a un ser desgarradoramente único. Estaba llorando, naturalmente; la había asustado. Cuando cesó su llanto (pronto, antes de que me diese siquiera tiempo a decidir cómo consolarla), me acerqué, entre temeroso y arrepentido, y le pregunté:

-        -      ¿Te doy miedo?

Ella, con brillante inocencia, sonrió y contestó que no. Ajena por completo a mi presencia, se fue a jugar con alguien, o con algo.... no estoy seguro en realidad. Desde luego, no era eso lo que estaba esperando. Pero me permitió saber que en lo más profundo de aquel ambiguo y descontrolado plano había un lugar en el que su identidad se conservaba intacta… y, por tanto, existía esperanza de traerla de vuelta por completo. Observé como, en el otro extremo, había recompuesto mi expresión pétrea. Supe, no obstante, que era consciente de mi  victoria. Y supe, además, que era lo máximo que conseguiría en aquella ocasión… con que me di la vuelta y salí de la estancia.

Me encontré en un centro comercial en el que una especie de apisonadoras fregaban el suelo de forma automática. Y yo me empeñaba en subir las escaleras mecánicas caminando hacia atrás.  Y no me importó lo más mínimo. Y abrí los ojos. Y me di una ducha.

martes, 5 de noviembre de 2013

En su trino



Nocturnas aves mecen en su trino
albores extinguidos por despecho
de noches que en fanática franqueza
delatan qué es la luz y qué alumbrado.

Cerceran con su llanto adamantino
los tallos de quiméricos helechos
que ocultan con onírica firmeza
espinos de semblante lacerado

Doblegan el indómito destino
con cánticos de espíritus maltrechos,
certeros descartando la certeza,
tributos de su trance atribulado.

Fundidos en el basto y anodino
confín que en los sentidos se alcanza
avalan aciagos relatos
simpares en semejanza
a oscuros concordatos,
a rezos beatos
que si extrapolo
ya son sólo
conatos.